Los enmascarados

Por Alba Malaver

A eso de las seis llegó mi padre. Un hombre rudo y violento.

—¿Quién anda aquí?— gritó recio.

Su voz atravesó las pequeñas ventanas abiertas de los muros de adobe. Huir era imposible. El sol comenzaba a perderse en medio del follaje de las matas de plátano que mecían sus hojas vagamente frente al portal de la casa. Traté en vano de acomodarme la gruesa cinta que rodeaba mi vientre. Creí que mi madre no le había dicho nada. Me apresuré a salir de la habitación para preguntarle a mi padre si quería algo para calmar su sed. Su profunda mirada se fijó en mí. Dos, tres, cuatro segundos, para luego de agarrarse la cabeza a dos manos y expulsar a viva voz:

—¡Dios de los cielos y de la tierra!, ¿qué demonios pasó aquí?

Mi madre se había dado cuenta también. Esa mañana me lo había advertido antes de que yo partiera camino arriba a llevar la comida para los obreros. Permanecí callada ante sus palabras. No sabía qué decir para evitar una tragedia. Solo advertí pedirle un día. Tenía que huir. No sabía para dónde pero debía huir.

—¡Tendrá que confesarlo por su bien!, la suerte de un bastardo no es justicia. Ese hombre debe responder. Usted no tiene nada que desmerecer. Su papá y sus hermanos se van a enterar y lo van a buscar hasta por debajo de las piedras. ¡Óigame bien!, ¿vio a la hija de la vieja Carmen?,  por no confesar casi la matan a palos. Confiese de una vez. ¡Dígame! Quien tenga que responder que responda. ¿O acaso es que usted se metió con algún hombre casado? Tanto chisme… que usted le pela el diente a todo el que le hace la conversa…

Desde el portal de la casa se alcanzaba a verla. Sentada en el rincón, viendo hacia el fogón de leña, en un pequeño banco de madera, casi rozando el piso de tierra, como de costumbre, con sus rodillas pegadas al pecho, mi madre desgranando un bulto de fríjol. No necesitaba ver las vainas del fríjol para mover rápidamente sus dedos y dejar caer los granos, grandes y sanos sobre la vasija.

Un tenue rayo de luz ingresó por la diminuta ventana de la cocina, confundiéndose casi todo con el hollín que el humo había dejado pegado en las paredes. Se divisaba bien un pequeño hilo plano de luz blanca en el que la ceniza bailaba libremente. Ella no se asomó. Apenas veía lo suficiente para continuar con su tarea, desgranar el bulto de fríjol verde para vender el domingo en la plaza de mercado. Ella hizo como si no hubiese escuchado nada y continuó su oficio como quien repasa las cuentas del rosario mientras reza. Ya los palos de mi padre la tenían curtida.

Estaba petrificada frente a él, presa de miedo. Mi corazón como un potro brioso parecía salirse de mi cuerpo. Él se vino sobre mí. Su mano derecha se mezcló entre mi cabello. El mundo se me vino encima agitando mi cabeza una y otra vez.

—¿Quién fue el desgraciado que la perjudicó? ¡Diga! ¿Quién le hizo ese mal, ¡maldita sea! ¡Conteste! Quién es el desgraciado que no tiene la hombría de responder.

—Por lo que usted más quiera papá, ¡juro por Dios que no tuve la culpa!

En ese ir y venir agitado mi cerebro pensé en mis entrañas y en el dolor que debía evitar a toda costa. Con todas las fuerzas sollozando alcé mi voz en medio de un río de lágrimas.

—¡Fueron unos enmascarados! Me agarraron en el camino de regreso a la casa. ¡Grité lo que pude pero nadie me ayudó! No pude ver sus rostros. Ya fue suficiente el dolor que me causaron. Yo no quería que ustedes sufrieran, se lo juro por Dios, padre.

Un largo mutismo se apoderó de todos. Sobrevivimos.

 

Agosto 2020