Alpargatas Eternas

Por Alba Malaver

Cada mañana don Arcenio solía esperar a sus clientes en la comodidad de la jardinera ubicada al cruzar la calle, frente a su zapatería. Desde allí presenciaba los acontecimientos del día. Los cortejos fúnebres eran sus preferidos. Las tupidas buganvilias rosadas permitían que a simple vista su presencia pasara desapercibida. De no ser por su fino sombrero barbisio, el tamaño de su cuerpo se perdía bajo las frondosas ceibas que adornaban la plaza central de aquella población incrustada en las montañas de los Andes.

De las cuatro esquinas, dos eran paso obligado de las procesiones hacia el cementerio. En tiempos prehispánicos, al interior de este centro estratégico se ubicaba una laguna sagrada, una fuente de agua cristalina formada en la meseta localizada en la mitad de la montaña. A la llegada de los españoles, en el siglo XVI, esta reserva  natural fue drenada y convertida en el marco central de un Nuevo pueblo. La iglesia se erigió del lado de la cordillera y el cementerio a tres cuadras de allí, al borde del abismo.

Al momento de su fundación la población indígena fue obligada a abandonar esas tierras para establecerse en la zona alta y árida de una montaña vecina. Costumbres españolas tales como calzar alpargatas se convirtieron en oportunidades que don Arcenio y sus ancestros aprovecharon. Hacia los años 80 del siglo XX, lo que había sido un próspero negocio durante casi cinco siglos se vio mermado por el éxodo de la juventud hacia la gran ciudad. La venta de calzado disminuyó notablemente. La economía del comercio en general dependía más de la juventud que se fue que de los adultos mayores que quedaban. Aún así don Arcenio nunca perdió un solo peso, por el contrario se dio las mañas de “seguir adelante”.

Quienes dependían de las ganancias que representaba el campesinado se vieron en apuros pues las fortunas de aquella burguesía rural comenzaban a disminuir. Don Arcenio fue uno de los pocos que en lugar de ver menguados sus dividendos, estos continuaron multiplicándose a pesar del tiempo y las circunstancias. La ubicación estratégica de su almacén le permitió distinguir con nombre apellido a cada uno de los habitantes del área rural y urbana de la comarca. A lo largo de su vida los habitantes de aquel lugar se habían convertido en sus clientes.

La luz caía de la montaña fundiéndose con la pintura amarilla de las exuberantes cúpulas del templo, dejando una tenue sombra bajo el atrio. Descendía lentamente los escalones que separaban la lujosa obra arquitectónica del parque central del municipio.

El viejo divisaba pacientemente. No había prisa. Sabía que el dolor de cada familia tenía un tono similar. El sufrimiento rompía la concepción del tiempo haciendo que la escena se dilatara, que el peso cristalino de las lágrimas hiciera las veces de lupa. Así los deudos más fuertes, encargados de cargar el peso del difunto cargarían también con  las deudas que el caminar por la vida, según el mayor, había dejado el finado.

Su clientela era interminable, aun más sabiendo las facilidades de pago y el crédito que otorgaba a sus compradores. “La situación esta tan dura —decía—, no hay más remedio que vender fiado para colaborarle al pueblo”.

Al regresar del cementerio los ánimos de los familiares del muerto desfilaban desgonzados frente al negocio de don Arcenio y aquel buen hombre tenía como buena costumbre compartirles unas palabras de aliento, para concluir su discurso con un: “Alma bendita, se fue debiéndome unos pesos”. En medio del sufrimiento, los hijos del difunto saldaban la deuda pues según su fe no hay peor dolor en el más allá que el de una alma en pena.

6 de Abril, 2021