La despedida
Por Alba Malaver
Luego de dos años sin vernos, sus conciertos de flauta en la iglesia se habían hecho virales por la internet. —Tengo mi costalito listo para partir—, fueron algunas de sus palabras en la primera conversación en medio de este nuevo encuentro. Mi abuelo, Don Elías, a sus 94 años había comprado otra casa cerca del templo para hacer más cortas sus caminatas; él mismo la rediseñó con el objetivo de recibir a la familia, y hasta mandó a hacer la adecuación necesaria para facilitar su propia movilidad. Asimismo, había otorgado por tercera vez escrituras a sus hijos.
—Deseo que le vaya bien en su vida—, me dijo mientras con su mano derecha me bendecía. —Lo más probable es que no nos volveremos a ver—, concluyó. Corría el mes de marzo del 2016. Las despedidas nunca son buenas. Tienen en un halo de tristeza y un dejo de preocupación.
Regresé en diciembre del 2018. Estuve feliz de verlo, abrazarlo y nuevamente conversar con él.
—Cuando vuelva ya no me encontrará. Que todo lo que haga le salga bien. Pronto nuestro Señor me llevará, —Rezó en latín, tocó la flauta y me echó la bendición. Con voz suave y certera aseguró, —estoy cansado.
En julio del 2019 regresé a visitarlo. Se acordó perfectamente del país en que resido. Me habló del producido de sus rentas, de la tranquilidad de saber que todos sus hijos están bien y de la resignación que se debe tener para sobrellevar los achaques y el peso de los años. Ya un ojo se le está cerrando por completo.
—Voy a cumplir 97 años y por alguna razón Dios me tiene aún aquí. Me alegra verla.
De nuevo llegó la hora de despedirnos. Me dio un concierto de flauta. Rezó nuevamente en latín. Recibí con profundo sentimiento su bendición, porque, una vez más, según él, no nos vamos a volver a ver. Por último me dijo:
—A donde quiera que vaya, vaya con Dios.
Si de algo estoy segura ahora, a mis 45 años, y en medio de la pandemia del 2020 es que a pesar de todo habrá tiempo para recibir nuevamente sus buenos deseos y continuar diciéndonos adiós.
6 de septiembre, 2020