La era del transistor

Por Alba Malaver

Cayó en la mitad del patio. Los gritos de doña Cecilia alertaron al pueblo. Fueron llegando los vecinos. Uno tras otro. Apenas si se escuchaban las murmuraciones. Unos a favor y otros en contra. Todos querían saber exactamente cómo pasó esa tragedia. En medio de las lágrimas, apenas pudo contar lo sucedido.

—Me asomé a la puerta y cuando la vi recordé el camino de la misericordia: “Dad de comer al hambriento”. Entre el gentío, calle abajo venía la muchacha. La vi pálida. Le ofrecí desayunito. A gusto comió la pobre. Chocolatico, panecito, caldito, hasta las gracias me alcanzó a dar. Estaba tan contenta… De repente se desplomó. ¡Virgen santísima!, comencé a gritar, no hallaba qué hacer, la llamé a grito entero mil veces, esa muchacha no venía en sí.

Chacón, era una joven mujer a quién la naturaleza le había negado la virtud del completo entendimiento y cuya familia se había ido a la ciudad dejándola sola en el pueblo. Pernoctaba en una casa vieja propiedad de la alcaldía.

A los vecinos los hicieron retroceder tres metros, pero iban llegado tantos que de cuando en vez tocaba recordarles que no podían acercarse al cuerpo inerte. En la escena el cadáver de la muchacha inundó el panorama. Cualquier hecho local era motivo de aglomeración. Solo había tres radios en todo el pueblo.

A doña Cecilia la obligaron a sentarse en un taburete, en una esquina del patio. Así se lo ordenó el policía. Lo único que la acompañaba era su pañuelo blanco de tela.

—Y ahora, cómo será el sufrimiento de esa pobre familia  —dijo entre gemidos la anciana, le hablaba al agente que dejaron cuidándolas— ¡Qué sufrimientos Dios mío! Dios les ayude a calmar su pena.

Los minutos pasaban. Los policías le habían dicho que ella no podía moverse de ahí. Había que esperar al levantamiento respectivo. Unos se iban otros llegaban pero era una multitud desde el portal hasta el patio de la casa.

La mañana comenzó a pesar. Se contaban lo sucedido unos a otros. “Era preciso calmarle el hambre”, dijo una de las vecinas. Otra contestó, “y quién la tiene dándole de comer a todo el que la saluda”. Otro murmuró, “eso fue que la envenenaron… pero ¿quién la envenenaría?”.

La anciana continúo llorando y hablándole al centinela. El error fue mío por haberle dado de comer. Pero señor agente, le di de lo mismo que nosotros desayunamos. Ya merito debe llegar mi esposo. Salió esta mañana temprano para la finca. No tarda en regresar, por via’ suyita no me deje llevar de aquí.

Ese día nadie almorzó en el pueblo. Hicieron el levantamiento en medio de tantas miradas. El esposo llegó justo cuando a ella la obligaron a dar declaración juramentada sobre los hechos sucedidos. Era la ley. No había nada qué hacer.

—Señor juez, fue error mío por haberle invitado el desayunito…pero fíjese usted, cómo no le voy a dar de comer al hambriento. Yo no tengo el corazón para dejarla morir de hambre…

Afortunadamente estando en plena declaración llegó el personero, un hombre del pueblo que conocía muy bien a todos. Le explicó al juez quién era la anciana y la situación en que vivía la occisa. Este entendió no sin advertirle que no podía salir de la casa hasta que el motivo de la muerte se aclarara después de la autopsia. Fue un mes de espera.

El día que llegaron los resultados nuevamente el tumulto de gente estaba afuera del juzgado. No se querían perder el desenlace de la historia.

Murió de infarto. Llevaba varios días deambulando sin comer bajo la mirada de un pueblo en la era del transistor.