Cinco Días y Cinco Noches

Por Alba Malaver

Llegué a donde mi hermana a las dos de la tarde y a las tres me llevó a dormir a un hotel. La turbulencia de ese vuelo se convirtió en premonición. Todas mis ilusiones pendían de un solo motor, ella.

Se vino en el 75 y yo en el 79. Yo tenía veintitrés años. La situación en Colombia estaba muy dura y el señor que le sacó la visa nos dijo que nos podía ayudar a obtener dos más; entonces le dije, mamá me quiero ir, me quiero ir; me dio la picada y viajé. Pagué cuarenta y cinco dólares por ese trámite hace cuarenta años. Yo era costurera en Textiles Valler. Con lo de la liquidación pude hacerlo.

El avión aterrizó en Miami a la 1:00. Aunque me costó trabajo reconocerla en el aeropuerto, al confirmar su presencia mis ilusiones cobraron vida, refrescaron mi mente.  Recuerdo que me invitó a comer al lugar de hamburguesas más barato en Estados Unidos. Luego me llevó a donde ella vivía y le dije “vine a trabajar, por favor ayúdeme”. Yo no iba a ser una carga, para nada. Ella bien sabía que nosotras estamos acostumbradas al trabajo. Me contestó que no podía quedarme en su casa porque el esposo le había advertido: “ni su familia ni la mía”. ¡Qué pena! Usted es mi hermana pero no la puedo tener en la casa. A nosotros no nos gusta vivir con nadie. Le dije, entonces qué voy a hacer y me contestó: la llevo esta noche a dormir a un hotel. Le rogué, ¿por qué no me deja dormir en la sala?, aunque sea en el suelo o en el sofá. De inmediato la voz de mi cuñado apareció: “no porque de pronto daña los muebles”. Me dijeron que no me preocupara,  al día siguiente me iban a mandar a pasear.

Mi deseo era Miami y mi mamá me mandó para Miami. El desgraciado me embarcó para Los Ángeles. Él mismo se aseguró de llevarme a tomar el transporte.

—La voy a enviar en este bus Greyhound para Los Ángeles

—¿Los Ángeles?, ¿dónde queda eso?

—Aquí no más, a hora y media.

Yo agarré mi maletica y me subí. El bus avanzaba y avanzaba,  y dije, bueno, este bus por qué no llega. Empecé a azorarme. Como veía poquitos latinos, me preguntaba ¿quién hablará español? Hasta que una señora comenzó a hablar.

—Venga señora, voy para Los Ángeles

—Señorita, ¿de dónde viene?

— Vengo de Miami, es que me mandaron a pasear.

— Muchacha, usted lleva dos horas solamente. Para llegar a Los Ángeles son cinco días y cinco noches.

—¿Qué?

— ¡No! — Por un instante calló —  Para llegar a Los Ángeles es una semana.

Me ataqué a llorar. Yo traía veinticinco dólares. En el bus me cambiaba de ropa, la empacaba, y una vez más me la volvía a poner. Hedía. Hasta lo más profundo de mi ser. Mi vida definitivamente había cambiado. La impotencia se apoderó de mí.

Nadie me estaba esperando. Estoy en Los Ángeles porque mi hermana me mandó. Llegué al parque MacArhtur. Me senté en una banca y pensé, para dónde voy. Venía enferma, con fiebre. Ya no sabía si deliraba o era tan cierta esa realidad de verme a la deriva. Miré hacia el cielo y comencé a ver pasar aviones; abajo reinaba la calma. Quería retroceder el tiempo e irme de regreso en uno de esos aparatos, ahí distantes, como mis lágrimas, que dejaron su hilo a lo largo de la vía. ¿Qué fregados ando haciendo aquí? Poca gente se veía. Fue entonces cuando pasó una mujer; respiré profundo y le hablé:

— Venga señora, yo le quiero preguntar a usted algo: ¿dónde consigo trabajo?

— ¿Por qué?

— Vengo de Miami, no conozco a nadie.

— Usted, ¿de dónde es?

— Soy colombiana.

— Sí, porque acá nadie habla con ese acento.

Me llevó para la casa y me advirtió: voy a darle posada esta noche, pero va a dormir en el suelo. Era una pareja muy pobre. Esa primera noche me tocó espantar las cucarachas; al otro día madrugué a limpiar. Muy linda la señora; compartía con el esposo un apartaestudio. Fue ella quien me ayudó a conseguir trabajo en costura; era lo que sabía hacer. Empecé trimeando, quitándole las hebritas a los pantalones.

Con mi hermana aún tengo sentimiento. Está en Inglaterra jodida. Se fue para allá porque el esposo tuvo un problema grande, se metió en un enredo con la ley y los deportaron a los dos. Él vive en Pereira. Anda por la plaza de Bolívar, esperando a ver quién le regala un vaso de agua o un plato de comida. Ese tipo fue malo hasta con su madre. Tiene dos hijos; están en Carolina del Norte y ninguno le manda un dólar para un pan.

Vive por ahí de pieza en pieza. Está tan enfermo que hasta la vista perdió. En un viaje a Pereira lo vi con mis propios ojos en la Plaza de Bolívar, con un bastoncito. Yo iba con otra de mis hermanas, una que se cree la Virgen del Carmen; venga yo me desquito de este viejo desgraciado, murmuré. Ay no hermana por favor, piense en mi madre que está en el cielo. Ay no, no vaya a hacer eso…

Le voy a quitar el bastón y con ese mismo le voy a dar, dije. Ella se asustó. Ay no hermanita, camine más bien entra en la catedral y le pide perdón a Dios. Todo se paga en la vida.

27 de Diciembre, 2020